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Benito Juárez 2012

Una obra pictórica verdadera debe ser técnica y paciencia. Un mecanismo preciso imbuido de color, deseo e intención que no sólo constituye una lección para la vista, sino para todos los sentidos. Su misterio debe ser manifiesto y permanente. Y por ello, los andamios de su construcción visual deben estar desprovistos de secretos imposibles de descifrar. La primera impresión será, por lo tanto la última y viceversa.

Un cuadro así nos induce a contemplarlo con respeto y sosiego. Sólo así nos será posible entender y asimilar su naturaleza. Y esta obra (Benito Juárez, 2012), en su sobria y sucinta dialéctica, nos invita a apreciarlo desde un silencio sutil que nos permite ir indagando poco a poco la vastedad de sus confines cromáticos. Porqué esta pieza es color y movimiento. Un bello atrevimiento de tonos azules, violetas, pardos y morados que sorprenden por su entusiasmo y por la forma en que, en su conjunto, logran un resultado final actual y vigoroso. Esa es la razón principal por la cual no nos resultan más que armónicos e incuestionables aquellos, aparentemente imposibles, ojos verdes coronados por un cabello bermellón de características lúdicas que contrasta con los comedidos tonos de la austera indumentaria que le regala a nuestros ojos un momento de descanso.

Esta pieza es, además, un viaje estático pues los experimentados trazos de acrílico que le han dado espíritu y aliento y que han sido realizado cientos, quizás miles de veces, en otras tantas obras, constituyen una estructura dinámica. Un sistema de movimiento pictórico que nos obsequia la posibilidad de recrearnos con tranquilidad y beneplácito en ciertos momentos de la pieza. Detalles (las manos, el rostro, el chaleco) que podrían en si mismos ser una pieza individual pues han sido realizados con calculada destreza proveniente de un pincel de indiscutible buen oficio.

El tema como bien nos enseño Rembrandt es todo y nada a la vez. Todo, porque si no hay vida interior que alimente los motivos y las temáticas no existe el arte. Nada, porque si no hay maestría en el quehacer, cualquier discurso se diluye, tímido e irrelevante, en el tiempo.

El motivo de esta obra cumple ambas condiciones pues es consecuencia y no artificio. Un sentir auténtico que parece provenir del extenso inventario de la propia experiencia de vida del autor, y que deviene, sea o no la intención, en un mesurado e inteligente homenaje. Por lo tanto, no hay nada en esta efigie casi monumental que nos resulte improvisado sino, más bien, cercano, propio.
Esta obra constituye así también el rescate necesario de un ícono histórico. Un símbolo esencial de la identidad colectiva de nuestro país que, por momentos, parece haber sido exiliado al olvido de la apatía histórica de la posmodernidad. Lugar en donde todos los nichos pertenecientes a los personajes que fueron fundamentales para el desarrollo de nuestra nación permanecen, en muchas ocasiones vacíos y, además, desiertos de visitantes.

Benito Juárez es una pieza de alta factura que restituye una imagen en ocasiones olvidada por el arte mismo y lo hace con fortuna pues ha sido ideada y realizada desde una óptica contemporánea y deferente. Gracias a ello Emi Winter nos ofrece una obra que no sólo es un instante en su amplia y reconocida trayectoria sino que es pasado, presente y futuro. Cómo lo deben ser las obras que se mantienen vivas y genuinas. Aquellas que son importantes. Aquellas que son verdaderas.

Javier Rosas Herrera / Enero 18 de 2013