Schopenhauer, con una frase que no admite objeciones pero tampoco produce la menor convicción, adujo que la arquitectura es música congelada. Esta noción condena todo volumen arquitectónico a una gracia inerte, cuando lo propio del arte es la aptitud para manifestar movimiento inclusive por medio de materia en reposo.
La arquitectura contemporánea, contra las limitaciones de siglos pasados, aspira a que sus volúmenes abandonen rigidez y parálisis. Idealmente, la materia edificada no debe ser ola vuelta piedra, sino flama en reposo. Si la Gorgona, ese monstruo clásico, convertía a los organismos en peña con sólo mirarlos, la voluntad del arquitecto aspira a que su mirada dé vida a materiales inertes: granito, cemento, cristal, acero…
En la concepción actual de la arquitectura los elementos que componen un edificio, una plaza, un conjunto urbano, tienen una agilidad que la tiesura decimonónica jamás habría sospechado. De ahí que el filósofo alemán concibiese las producciones de los arquitectos como un movimiento suspendido (aunque la música es la más sublime agitación).
Entre los incontables elementos vibrátiles que la arquitectura aprovecha para su flujo de armonías, están las obras pictóricas y escultóricas que permiten a los grandes volúmenes edificados interrumpir su extensa agitación para transmitirnos un breve e intenso destello, una chispa en medio de la vasta combustión que, imperceptible, inflama muros, vigas y ventanales.
Los cuatros artistas que reúne esta muestra han contribuido con sus breves suites a las sinfonías de hormigón, argamasa, acero, aluminio y vidrio que diversos arquitectos han realizado en diversos sitios de México. Músicos todos, estos pintores y escultores incorporan sus concentradas piezas a volúmenes mayúsculos que no las engullen, sino amplifican su resonancia como particularidad pictórica o escultórica.
Demián Flores, aludiendo a la mítica Aztlán, explora con sus personajes pintados y dibujados, combates que transforma en coreografías. Su capacidad lúdica toma un mundo en conflicto y lo entrega como una pugna en la que no hay vencidos, sólo actores que reclaman ovación.
Amador Montes ha transitado de la pintura y el dibujo hacia la instalación monumental, y por ello su obra pictórica (así como algunas esculturas derivadas de ella) tiende a integrarse de manera espontánea en propuestas arquitectónicas. No es casual que su ámbito metafórico sean pueblos de pájaros: son el símbolo de la vibración incesante del mundo.
Adán Paredes traduce a volúmenes escultóricos un movimiento interior que conmueve y conduce a la serenidad. Esa traslación, difícil de inducir mediante la arcilla y a la piedra, nos recuerda que la arquitectura es una actividad humana, y que si bien los volúmenes pueden rebasar la escala de los individuos, su función es —debe ser— cobijar nuestra condición orgánica más íntima.
Rivelino, un joven escultor lleno de reminiscencias históricas, ensambla bronce, arcilla, piedra y aun huesos para transmitirnos el estremecimiento de eternidad que emana de arcaicas arquitecturas. Ese toque de misterio conviene a la arquitectura contemporánea, pues la devuelve a una raíz que define las obras de los seres humanos, y que Píndaro condensó en el verso evocativo:
Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota toda la extensión de lo posible.
Estas pinturas, esculturas y gráficas invitan a mirar con fascinación apariciones de índole arcana. Para nuestra fortuna, su poder conmueve y conmociona, pero no petrifica. Lejos del pesimismo de Schopenhauer, la armonía peculiar de estas piezas, con su flujo liberador, es un talismán contra gorgonas y hábitos petrificantes, una música que fluye desde el silencio más palpitante.
Jorge Pech Casanova. Noviembre de 2008.